jueves, 29 de diciembre de 2016

Tengamos la fiesta en paz


Martínez trató de ocultarla, pero todos nos dimos cuenta.
Martínez es el responsable de gestionar los contratos con las compañías externas, y la mañana de Nochebuena una empresa de servicios de limpieza le había entregado una cesta enorme, repleta de turrones, polvorones, botellas de vino tinto y vino blanco, cava catalán, espárragos navarros, frutas de Aragón y embutido de Salamanca. Por haber, había hasta una botella de coñac nacional que había visto Purita, la secretaria de dirección.
El capullo de Martínez no dijo nada, el muy imbécil creyó que no nos habíamos dado cuenta. Según él todos somos una panda de descerebrados que solo sabemos contar los días que quedan hasta el próximo puente, que lo único que nos importa es comer y beber, pues eso.
Rosario, la de personal, que va de limpia y conciliadora, y que todas las navidades coloca un arbolito de plástico sobre su ordenador, trató de hablar con él, de insinuarle que lo sabíamos, de invitarle a compartir aquel botín, pero Martínez es un capullo, creo que ya lo he dicho, y se hizo el tonto “¿Compartir? ¿y qué voy yo a compartir? ¡Cómo no comparta deudas!”
Ramón, que lleva las ventas al extranjero y que, a pesar de hablar tres idiomas, es el más burro de la oficina, quiso quitársela por la fuerza, pero Antonio Fuentes que es el jefe de nuestra sección y su frase favorita es “No quiero líos” se lo prohibió, incluso le amenazó con abrirle un expediente si había jaleo. “Tengamos la fiesta en paz”.
En paz la iba a tener ese desgraciado de Martínez, yo me callé como hago siempre, pero empecé a reconcomerme por dentro, a sentir un calor así como de muy mala leche interior y empecé a idear el plan.
Yo sabía que esa tarde, a pesar de ser Nochebuena, Martínez se iba a quedar el último en la oficina con la excusa de terminar algún informe. Cuando lo dijo, “Señores, hoy tengo que quedarme a acabar los informes de fin de año”, nadie le hizo caso.
A las seis y media brindamos con unas botellas de cava que llevó Antonio Fuentes. Pasó por allí, como todos los años, el jefazo a saludarnos, se tomó una copa en un vaso de plástico, puso su sempiterna cara de asco, repartió besos y apretones de manos y se fue. A la hora no quedaba nadie en la oficina, solo Martínez en su despacho y yo delante de mi ordenador.
Por los ventanales se colaba la luz roja y verde de las bombillas que formaban los adornos navideños. Todo era muy tierno, la Nochebuena estaba a punto.
Allí dentro también todo estaba a punto, yo esperaba con la mirada perdida mientras Martínez, metido en su despachito, maldecía mi nombre y pensaba en cómo sacar de allí su cesta de Navidad sin que yo le viera.
Mi plan era bastante simple, resistir.
Esperaría el tiempo necesario, si era preciso no iría a cenar, pero ese capullo tendría que avergonzarse si quería sacar de allí su botín.
Aguantó hasta las nueve.
Después salió sin su cesta y, con mucha dignidad, me dio la mano y me deseó felices fiestas. Yo esperé en mi mesa diez minutos antes de ir a su despacho y buscar la cesta, la encontré en su armario, relucía como un niño Jesús de pueblo, la cogí sin pensar y salí de allí. 
En la puerta solo estaba el vigilante de seguridad. “¡Vaya cesta don Roberto, cómo se va a poner!” Y yo, que odio la Navidad y que no quiero ser como el capullo de Martínez, le sonreí, rebusqué entre las latas y le regalé una de espárragos, para que él también celebrara la Nochebuena. 

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