Martínez
trató de ocultarla, pero todos nos dimos cuenta.
Martínez
es el responsable de gestionar los contratos con las compañías externas, y la
mañana de Nochebuena una empresa de servicios de limpieza le había entregado
una cesta enorme, repleta de turrones, polvorones, botellas de vino tinto y
vino blanco, cava catalán, espárragos navarros, frutas de Aragón y embutido de
Salamanca. Por haber, había hasta una botella de coñac nacional que había visto Purita, la secretaria de dirección.
El
capullo de Martínez no dijo nada, el muy imbécil creyó que no nos habíamos dado
cuenta. Según él todos somos una panda de descerebrados que solo sabemos contar
los días que quedan hasta el próximo puente, que lo único que nos importa es comer
y beber, pues eso.
Rosario,
la de personal, que va de limpia y conciliadora, y que todas las navidades
coloca un arbolito de plástico sobre su ordenador, trató de hablar con él, de
insinuarle que lo sabíamos, de invitarle a compartir aquel botín, pero Martínez
es un capullo, creo que ya lo he dicho, y se hizo el tonto “¿Compartir? ¿y qué
voy yo a compartir? ¡Cómo no comparta deudas!”
Ramón,
que lleva las ventas al extranjero y que, a pesar de hablar tres idiomas, es el
más burro de la oficina, quiso quitársela por la fuerza, pero Antonio Fuentes
que es el jefe de nuestra sección y su frase favorita es “No quiero líos” se lo
prohibió, incluso le amenazó con abrirle un expediente si había jaleo.
“Tengamos la fiesta en paz”.
En
paz la iba a tener ese desgraciado de Martínez, yo me callé como hago siempre,
pero empecé a reconcomerme por dentro, a sentir un calor así como de muy mala
leche interior y empecé a idear el plan.
Yo
sabía que esa tarde, a pesar de ser Nochebuena, Martínez se iba a quedar el
último en la oficina con la excusa de terminar algún informe. Cuando lo dijo,
“Señores, hoy tengo que quedarme a acabar los informes de fin de año”, nadie le
hizo caso.
A
las seis y media brindamos con unas botellas de cava que llevó Antonio Fuentes.
Pasó por allí, como todos los años, el jefazo a saludarnos, se tomó una copa en
un vaso de plástico, puso su sempiterna cara de asco, repartió besos y apretones
de manos y se fue. A la hora no quedaba nadie en la oficina, solo Martínez en
su despacho y yo delante de mi ordenador.
Por
los ventanales se colaba la luz roja y verde de las bombillas que formaban los
adornos navideños. Todo era muy tierno, la Nochebuena estaba a punto.
Allí
dentro también todo estaba a punto, yo esperaba con la mirada perdida mientras
Martínez, metido en su despachito, maldecía mi nombre y pensaba en cómo sacar
de allí su cesta de Navidad sin que yo le viera.
Mi
plan era bastante simple, resistir.
Esperaría
el tiempo necesario, si era preciso no iría a cenar, pero ese capullo tendría
que avergonzarse si quería sacar de allí su botín.
Aguantó
hasta las nueve.
Después
salió sin su cesta y, con mucha dignidad, me dio la mano y me deseó felices
fiestas. Yo esperé en mi mesa diez minutos antes de ir a su despacho y buscar
la cesta, la encontré en su armario, relucía como un niño Jesús de pueblo, la
cogí sin pensar y salí de allí.
En
la puerta solo estaba el vigilante de seguridad. “¡Vaya cesta don Roberto, cómo
se va a poner!” Y yo, que odio la Navidad y que no quiero ser como el capullo
de Martínez, le sonreí, rebusqué entre las latas y le regalé una de espárragos,
para que él también celebrara la Nochebuena.
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